Disfruta de la presencia de Dios
Hay una realidad que no debemos pasar desapercibida: la sensibilidad que los jóvenes tienen para vivir la adoración. Sí, estoy hablando de jóvenes concretos, de esos que muy a menudo estuvieron muy lejos de Dios, pero que, una vez que tienen providencialmente un encuentro con Él, descubren la necesidad en sus vidas de un conocimiento cada día más hondo de quien les dio una Luz que cambió el sentido de todo. Necesitan tiempos para reconocer su presencia. Un reconocimiento lleno de gratitud que brota del corazón y abarca todo el ser. Tienen la experiencia de que el ser humano solo puede realizarse plenamente a sí mismo adorando y amando a Dios por encima de todas las cosas. Esto es precisamente lo que los lleva también a sentir la urgencia de ser cuidadores del otro. ¿Es quizá una actitud de otros tiempos? ¿Se trata de una actitud que ya no tiene actualidad ni vigencia y que no tiene sentido para los hombres hoy?
La adoración está inscrita en el corazón del ser humano como una necesidad. Somos adoradores por constitución, necesitamos percibir la presencia de Dios que nos ama, nos perdona, nos alienta. Y no descansamos hasta que nos descubrimos en lo que somos. Los jóvenes hoy han probado muchas cosas, pero sienten el vacíos profundos e importantes en su existencia, han probado de todo, pero nada de ello los llenó su vida. Cuando descubren a Jesucristo y tienen una experiencia de entrega a Él, desean que sea quien modele su vida desde la suya.
Al comenzar a escribir esta carta haciendo esta reflexión sobre la adoración, como actitud existencial que los jóvenes están descubriendo, viene a mi memoria aquel relato del Evangelio en el que se nos habla de aquellos hombres venidos de Oriente, que llegaron para ponerse al servicio del Rey recién nacido en Belén. El gesto que hacen cuando llegan a ver a Jesús es de acatamiento y de adoración. Esto se manifiesta en los presentes que le hacen al Señor: oro, incienso y mirra. Eran los presentes que siempre se hacían a un Rey considerado divino. Aquella adoración tenía un contenido y comportaba una donación. Manifestaba una actitud existencial. Ellos desearon reconocer en aquel Niño a su Rey y poner a su servicio todas sus posibilidades: lo que eran y lo que tenían. Expresaban lo que todos los hombres llevamos dentro de nosotros. Querían vivir junto a Él su causa. Deseaban entrar en ella haciéndose solidarios de la misma, por el bien del mundo y de todos los hombres.
¿Qué aprendemos nosotros de estos hombres que aparecieron en Belén? El sentido profundo que tiene la adoración y que descubren los jóvenes cuando tienen un encuentro profundo con el Señor: que la verdadera adoración se da en la entrega de uno mismo. Ante el Señor, ante su presencia, nos entregamos. ¿Qué significa esta entrega? Que nuestra vida debe acomodarse a ese modo divino de vivir Jesús entre nosotros. Nos hace ver con hondura lo que es la adoración verdadera. Nos permite descubrir que, en la adoración verdadera, nos convertimos en personas de la verdad, de la justicia, del amor, de la bondad, del perdón, de la misericordia. En definitiva, se nos invita a vivir permaneciendo en las huellas de Cristo. A este respecto, me viene a la mente un lema que el Papa San Juan Pablo II eligió para una Jornada Mundial de la Juventud, en Alemania y que después realizó el Papa Benedicto XVI, «Hemos venido a adorarlo». Y sinceramente creo que tiene vigencia el seguir haciéndolo hoy. En un mundo de agobios, de inestabilidades, de inmensas necesidades sociales, ante tantos problemas que existen y que rompen relaciones entre los hombres, ante tantas injusticias y miserias, urge que adoremos. El Señor se vale de los jóvenes que nos vuelven a descubrir la gran conversión que hemos de hacer. Y para esta, la adoración tiene un profundo sentido, pues nos devuelve a las manos de quien modela nuestro corazón. Nos regala las capacidades necesarias para entregar la belleza que Dios desea que sea instaurada en el mundo. La adoración tiene unas consecuencias reales para la transformación del mundo.
Por otra parte, la adoración nos hace vivir la libertad. Tanto en griego como en latín, significa el gesto de sumisión a Dios, de reconocimiento de Dios como nuestra verdadera y propia medida. Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida considerándonos absolutamente autónomos, sino que nos orientamos según la medida de la verdad y del bien, que nos ofrece Cristo para llegar a ser nosotros mismos, verdaderos y buenos, con la verdad y la bondad de quien reconocemos como el Camino, la Verdad y la Vida. Para un discípulo de Cristo, antes que cualquier actividad, vivamos este modo de existir: adoremos. Aquí encontraremos la verdadera libertad y descubriremos los criterios para nuestra acción.
Por experiencia personal desde que soy obispo, en mi encuentro mensual con los jóvenes, la adoración eucarística ha sido y sigue siendo un tiempo fundamental, escuchando en presencia del Señor su Palabra todos juntos vamos construyendo y caminado desde una experiencia viva de pueblo en camino. Ahí nuestras vidas encuentran aliento, sentido y misión. Es conmovedor ver cómo se despierta entre los jóvenes la alegría de la adoración eucarística, que se concreta después en gestos reales de entrega y de servicio. San Agustín, que tantas vueltas dio hasta encontrarse con Cristo, exclamó así: «Nadie come esta carne sin antes adorarla […], pecaríamos si no la adoráramos». Como se nos dijo en el Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía, «en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros […]. La adoración eucarística es la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia […], la adoración prolonga e intensifica lo acontecido».
El Papa Francisco nos habla de algunas notas de la santidad en el mundo actual que os quiero recordar. Nos remiten a la Eucaristía y a su prolongación en la contemplación de Nuestro Señor, que produce los efectos de una santidad auténtica. Os invito a meditar la exhortación apostólica Gaudete et exsultate (Alegraos y regocijaos):
1. La primera de las grandes notas «es estar centrado, firme en torno a Dios que ama y sostiene». ¿Dónde está mi centro?
2. «El santo es capaz de vivir con alegría y sentido del humor. Sin perder realismo, ilumina a los demás con un espíritu positivo y esperanzado». ¿Doy esperanza?
3. «La santidad es parresía: es audacia, es empuje evangelizador que deja una marca en este mundo. Para que sea posible, el mismo Jesús viene a nuestro encuentro y nos repite con serenidad y firmeza: “no tengáis miedo”. “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”». ¿Tengo empuje o miedos y soledad?
4. «La santificación es un camino comunitario, de dos en dos». ¿Vivo mi vida cristiana en comunidad?
5. «La santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y la adoración. […] El santo necesita comunicarse con Dios». ¿Cómo y cuándo abro mi vida a Dios?
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Cardenal Osoro
Arzobispo de Madrid
(Fuente: Carta del arzobispo del 29 de enero de 2020 en la web de la Archidiócesis de Madrid)