Anunciemos la vida
Cuando miramos a Jesús, que es el primer evangelizador, y miramos a los apóstoles, a los santos y a los mártires, descubrimos que anunciaron con todas sus fuerzas la dignidad de la persona humana. Por institución de Cristo, la Iglesia fue, es y tiene que ser custodia y maestra de la Verdad, aun en un contexto cultural distinto, donde muchos no comparten la visión cristiana de la vida.
Nuestro mundo está marcado por las novedades técnicas y por un progreso sin precedentes, pero no hay un desarrollo paralelo de la moral y de la ética. A pesar de los avances, el hombre no siempre es más consciente de la dignidad de su humanidad, no es más responsable ni está más abierto a las necesidades de los más débiles, de los más necesitados… Lo estamos viendo estos días con el proyecto para legislar la eutanasia en España.
Para llegar a este punto se presentaron, hace tiempo ya, situaciones terminales dramáticas y llamativas, interpelando a la sensibilidad colectiva. La gente admite esos casos y, en cierto modo, desaparecen las razones profundas para no admitir otros parecidos. Para exponerlos se utilizan expresiones que suenan bien como muerte digna o libertad, y se evitan otras como provocar la muerte del enfermo, ayudar a suicidarse o quitar la vida. Eso no se dice. Al mismo tiempo, se presenta a los defensores de la vida como retrógrados, intransigentes, contrarios a la libertad y al progreso. Al etiquetar a quienes discrepan, se evita el diálogo sosegado y constructivo, que busca el bien del enfermo, el bien del hombre siempre. Y se trasmite la idea de que la eutanasia es una cuestión únicamente religiosa y de que, en una sociedad pluralista, la Iglesia no puede ni debe imponer sus posiciones.
A pesar de todos los reproches que le puedan hacer, como recordaba el Papa san Pablo VI en Populorum progressio hace más de medio siglo, «la Iglesia se pone al servicio de la realización de los objetivos más altos de la humanidad; en concreto, la defensa de la vida, desde el inicio hasta el final, hasta la muerte. Su misión es anunciar la vida misma, que engendra vida siempre, y no engendra muerte. Se pone al servicio de un nuevo humanismo dispuesta a dialogar y a trabajar para la realización del bien más alto, como es defender la vida». Ha habido a lo largo de la historia situaciones tremendas, terribles, y el cristianismo entró con tal fuerza que logró cambiarlas. En Evangelii gaudium el Papa Francisco nos invita a salir de nuevo a los caminos reales de la gente; al tiempo que, en Gaudete et exsultate, nos recuerda que solo removeremos los cimientos de este mundo si somos santos. Como han hecho tantos a lo largo de la historia, debemos seguir defendiendo la vida y recordar que una sociedad es más civilizada y más humana en la medida en que es capaz de defender a los más débiles.
¿Sabéis a quién hace daño una ley que permita la eutanasia? En primer lugar, al paciente mismo, al que está en situación terminal, con dolor físico y sufrimiento psíquico y espiritual. Pues en vez de atenderlo y acompañarlo y ofrecerle cuidados paliativos, para que sufra menos, se opta por acabar con su vida. El otro día un médico, especializado en cáncer de pulmón, me decía: «Por mí han pasado ya 3.200 enfermos. Ninguno me ha pedido que le quite la vida. Me han pedido que los cure, a ver si los puedo curar». Cuando uno recibe alivio en el dolor, atención, compañía, afecto, la experiencia muestra que deja de solicitar que pongan fin a su vida.
¿A quién más hace daño una ley que permita la eutanasia? A la familia, que sufre por el ser querido y tiene un sentimiento de inseguridad, de confrontación, contrario a sus mismas bases: solidaridad, amor, generosidad. También hace daño al personal sanitario, que ha sido educado para luchar contra la muerte, para afrontar el sufrimiento y aliviar el dolor. Y ahora resulta que se le quiere emplear como quien da muerte al paciente. La eutanasia responde a una medicina liberal y endiosada que considera que curar no es cuidar al enfermo, sino eliminar la enfermedad y el sufrimiento incluso acabando con el paciente.
Algunos alegan que la ley solo se aplicará cuando haya «un dolor insoportable», pero no admiten que todavía hay mucho camino que recorrer en cuidados paliativos. Tampoco dicen que en países como Holanda, en los que empezó aplicándose a casos extremos, ha terminado utilizándose en muchísimos otros casos. Dirán entonces que se hace por compasión, obviando que la verdadera compasión pasa por acoger al enfermo, sostenerlo en los momentos de dificultad, rodearlo de afecto y de atención, poner los medios necesarios para aliviar el sufrimiento.
En este sentido, también oímos que no es digno vivir con sufrimientos y sin calidad de vida. Pero, ¿qué baremos utilizamos para hablar de la calidad de vida? ¿En qué momento se puede llegar a afirmar que carece de valor o no merece la pena ser vivida la vida? ¿Se puede decir que el ser humano pierde su dignidad con el sufrimiento? ¿Se puede decir esto? Y por otra parte nos dicen que la decisión es fruto de la libertad, cuando en realidad quien lo pide es porque tiene la voluntad debilitada, dado que existe una tendencia natural a amarse a uno mismo.
Los cristianos siempre debemos estar junto a la persona que sufre. Partimos de la certeza de que todo ser humano tiene una dignidad infinita. No depende de la edad ni de la raza, ni de la salud. Existe una dignidad que es objetiva. Ninguna persona puede ser tratada como un objeto inútil o como una carga por una sociedad que busca la comodidad. Las personas frágiles no son menos valiosas, como tampoco lo son las que padecen depresión o las que están en coma.
La vida es un regalo y la Iglesia defiende que todos muramos en el momento natural, en el tiempo natural, sin acortar la vida pero tampoco alargándola de forma artificial. Y tenemos que morir rodeados de familia y amigos. Esto es necesario. Si a un ser humano se le recibe con alegría cuando nace, despidámosle con alegría y cariño de todos los que le han rodeado en la vida.
Ahora que la eutanasia desafía la vida, tenemos que alzar la voz como la alzaron tantos y tantos cristianos a lo largo de la historia. Por el amor a la vida que se manifiesta precisamente a través de Jesucristo, cambiaron el sentido de las acciones que se hacían en aquellos momentos. En estos momentos también lo podemos hacer nosotros.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Cardenal Osoro
Arzobispo de Madrid
(Fuente: Carta del arzobispo del 11 de marzo de 2020 en la web de la Archidiócesis de Madrid)